sábado, 27 de febrero de 2010

-Tengo miedo.

- ¿De qué?

- ¿Nunca lo tuviste?

- ¿De qué?

- Me atraviesa.

- ¿Qué cosa?

- Se me cuela... no sé.

- Pensá...

- TENGO MIEDO Y CUANDO NO PUEDO EXPRESARLO TENGO MÁS.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Ewan


Ewan es tan fascinante. Tiene una cosa tan mística... qué hombre. Pensar que de todas sus películas creo que nomás vi Trainspotting y fue suficiente como para enamorarme de él. No de Renton; de él. Hoy lo recordé inmensamente. Me gusta porque tiene cara de nada. Una cara que no representa nada puede llenarse de todo, hasta de polleras que rompen con las fronteras interculturales del gusto. Al fin de cuentas esas caras no tienen límites para la expresividad.
Entre mis pensamientos de esta noche se me vino a la mente algo que siempre me generó dudas respecto de si lo soñé o lo viví. De chica, no estaba segura de si le había regalado a un compañerito de jardín un jueguito de agua de esos que tienen argollitas para embocar. Nunca me voy a sacar la duda. Jamás.
Cuando escribimos nos obsesionamos por lo que no escribimos: siempre estamos pensando en lo que falta, como en la vida. Me cansé de buscar palabras raras para decir lo que quiero decir, ¿para qué? Me enferman los que escriben con palabras raras, que entran ahí sin que las llamen los que escriben ni nadie. No entiendo a qué viene todo esto, la verdad. Estoy muerta de sueño y no sé qué carajo quiero decir con toda esta pelotudez de McGregor y el sueño mitológico aquél de las argollas –no al chiste, menos al verde-. Ah, sí. Ya me acordé.
Me parece que escribir se parece un poco a ese sueño que no sé si soñé o viví. Pienso en el frágil límite que existe entre la realidad y la alucinación. La puesta en palabras es un acto que reconfirma la vida. También la crea, independientemente del terreno del cual provenga el relleno del significado. Me acuerdo de una frase que vi escrita en una pared, tan simple, tan cierta: universo más mente, igual uno. O la frase de Luca, "Real life is inside".
Me propongo que escribir ya no sea lo que falta, sino lo que me falta. Después de todo, sólo así puedo tener a Ewan durmiendo conmigo –y que, además, sea el mismo de Trainspotting con una cara de nada que yo misma pueda llenar de todo-. ¿Y quién me confirma que le regalé a ese niño el misterioso juego acuático?

(No me molesta que uses falda, posta. En cinco estoy, ¿me bancás?).

martes, 23 de febrero de 2010

El escritor máscara


Borges no me gusta y no por oligarca. Tampoco porque sea enroscado o difícil de entender. Borges no me gusta porque, en mí, su palabra resuena como pasado.
Pensemos en una situación trivial y cotidiana como un encuentro entre dos personas. Pongámosle que la mujer lleva un vestido carmín, igual que sus labios. Ha pasado demasiado tiempo frente al espejo previendo ese encuentro, se le nota. Una mujer producida no es tan actual, emana el pasado de la decisión o, si se quiere, una proyección: el adelantarse al efecto que pueda generar algo (y vamos con eso de que persona significa máscara). Quizás burdo, simplista y estúpido; pues no me importa, el ejemplo me sirve a mí para entender por qué Borges no me gusta. No tengo la soberbia para decir que lo que escribió es malo, tampoco el conocimiento. Pero si no me llega no es por su postura ideológica -eso quizás haga otro tanto, pero no coincido con el antiperonismo de Cortázar, tampoco, y sin embargo me ha vomitado con tantas verdades- si no porque no le encuentro la magia, no encuentro la manera de que sus palabras me toquen las fibras íntimas.
Sucede que la palabra de Borges no me parece presente, no siento que sea una aparición estranguladora. Me imagino al tipo sentado y disfrazando las palabras como aquella mujer que se disfraza para que le digan qué linda que está. Me lo imagino esperando que el lector diga me dejaste pasmado. Me gustan los escritores que escriben desde las entrañas, y no tanto desde el pensamiento.
La refutación es sencilla: pensamos en signos. Pero si el signo conlleva tres estadios, entonces debo decir que admiro a quien menos se aleja del primero, que es la sensación. Si Borges era un psiquiatra en un pabellón de subnormales como lo define Symns, entonces todavía no lo descubrí. Para mí fue un escritor máscara, que escribió hermosamente, pero lo hizo siendo más persona que otra cosa.

sábado, 20 de febrero de 2010

(meta) Física

No sé si algún físico ya lo habrá dicho -realmente soy algo ignorante en la materia, con pudor-. Pero, qué loco que sólo podamos atravesar el espacio atravesando el tiempo, y que para atravesar el tiempo no necesitemos atravesar el espacio.

jueves, 18 de febrero de 2010

El viento-abrazo

* Óleo de Kate Kollwitz.

Hoy tengo la necesidad de fundirme con algo, y que esa fusión traspase la carne. No sé si antes me daba cuenta de lo bien que me hace, de lo feliz que me pone, sentarme al sol y que la luz me atraviese toda. O sentarme a la sombra, en un banco amarillo de plaza que está en mi casa desde que llegué aquí –las cosas que ya estaban aquí me parecen tan enigmáticas y curiosas, tal vez hasta estaban antes de mi nacimiento-, en un rincón donde el viento parece una persona más: me abraza, es cálido y omnipotente. A veces voy allí cuando necesito eso, un abrazo, y no quiero que nadie lo sepa. Eso sentí el otro día con viejas amigas: el abrazo que está en el aire, que es tan eterno que no cabe en un gesto de un instante. Mi viento es tan dulce como eso.
Tengo atisbos de soledad, todo el tiempo. Necesidad, o tal vez necesidad de demostrar que puedo ser tan feliz sola. Pero no. La naturaleza con sus misterios y la gente con sus misterios me interesan tanto que no quiero estar sola. No me sirve. Hay cosas que no puedo aprender si no es con los otros, con el viento o con un abrazo parecido a él. Sí.
Ayer un señor borracho que caminaba solo y viejo por las calles de la ciudad me pidió unas monedas para comprarse puchos. Me dije, qué sinceridad la suya, la de pedirme monedas para comprarse puchos. Lo cierto es que igualmente dudé sobre el destino de ese dinero, pero la verdad es que me dio tanta pena que le terminé dando un par de monedas chiquitas; lo único que se me ocurrió pensar en ese momento es en mí a las 2 de la madrugada sin un pucho. Qué feo. Por las dudas igual le di poco.
Salir del teatro me encanta, pero me produce una extraña sensación de culpa. Porque en el arte veo la vida, pero también veo la vida que no es, y empiezo a pensar cuántas vidas distintas hay. El último cuadro de la obra de ayer se completó con este hombre de ojos y pasos perdidos. Siento culpa por no hacer nada por los otros, y más fuerte la siento cuando me siento bien por darle una moneda a alguien.
El borracho enfiló hacia el kiosco y con mi amiga nos miramos, perplejas. Su presencia y su pronta ausencia cambiarno rotundamente el clima de nuestra charla. De pronto nos reíamos al escucharlo hablar solo. De pronto, sentíamos mucha tristeza. A mí este sentimiento me ganaba. Pobre tipo, pensaba. Me encanta adivinar cosas sobre la gente. Es mi juego favorito en el tren. Pero, ¿qué decir de este hombre? ¿qué historia tan traumática tendría? Sólo eso podía saberse: la presencia de una existencia traumática. Era un ser atemporal y podría ser el personaje de cualquier cuento.
Contento con su Marlboro de diez, el señor volvió a nuestra mesa para pedir un trago de cerveza y para dar prueba de que había usado el dinero para eso. Al trago no se lo quise dar. Le saqué la botella de la mano y le dije: “no tiene que tomar más, usted”. Así, sin medir las consecuencias. No quería sentir más culpa. Fomentar el vicio de los puchos, está bien. Pero no me iba a permitir formar parte de su catástrofe alcohólica. Con violencia, me arrancó la botella de la mano. Se sirvió lo último que quedaba, la dio vuelta y la clavó en el agujero que la mesa tenía en su centro. El líquido comenzó a mojarme los zapatos. Lo odié.
Pero antes de ese episodio me había dicho una frase muy linda. “Sos muy bonita. Yo tengo una hija así, como vos”. Sentí que me estaba abrazando. También sentí que yo lo abracé.

martes, 16 de febrero de 2010

Melancolía


No recuerdo haber sentido esta penumbra de no saber qué es lo que me pasa, pero detesto sentir que hasta el café me transmite cierta melancolía. Qué decir del ruido del tren… ¡y los niños! Con esos ojos de vida por vivir, con un llanto amargo que desconoce la dulzura de crecer (con su llanto dulce que produce).
La palabra, maldita. Amiga. Vete. Hay cosas que no puedes decir: no puedes explicarlo todo. Abismo, sube, baja, fantasma, carne, carne, ¡Carne!… algo se pudre en mí. Veo comida rodeada de bichos dentro de mí, algo cocinado y algo que quiero comer y comer y comer y que eso no esté más (cuadro de Magritte).Voy al living y allí están ellos: los tres que conviven conmigo y sus fantasmas, más los míos, y les digo que los quiero que los quiero que los quiero y cuando uno no suele decirlo muy seguido enseguida le preguntan, “¿qué te pasa?”, entonces uno lanza la explicación más límpida que se le ocurre en el momento. Y esa respuesta es: no sé si mañana me voy a morir…
Cómo me gusta la firmeza de tus pasos, qué infinitos que son los tuyos, tienen un fin. ¿Los míos? No lo sé… sólo sé que me balanceo hacia alguna parte. Tengo la certeza de que hay un imán al final (que me está esperando). ¿Viste los bichos que van a la luz? Así funciono… Salvaje. Animal. Aunque no lo parezca.Y aún así no sé qué es lo que me atosiga… pienso y pienso y pienso pero pensar a veces no es sentir la carne, hay palabras que son tan soberbias que me dan vuelta la cara como la gente que no saluda porque confía en la superioridad, son ingratas por poderosas o al revés. No creo que se vayan porque tengan verdades dolorosas.
En un bar donde todo está muerto (donde yacen pensamientos muertos, por poderosos o verdaderos) se ocultan esas palabras que se rinden tributo a sí mismas. La melancolía es la alegría que no quiere llegar, porque los bichos no acaban de comerse el plato de comerse el plato de comerse el plato de comerse el plato el plato comerse plato el comerse de.