martes, 23 de febrero de 2010

El escritor máscara


Borges no me gusta y no por oligarca. Tampoco porque sea enroscado o difícil de entender. Borges no me gusta porque, en mí, su palabra resuena como pasado.
Pensemos en una situación trivial y cotidiana como un encuentro entre dos personas. Pongámosle que la mujer lleva un vestido carmín, igual que sus labios. Ha pasado demasiado tiempo frente al espejo previendo ese encuentro, se le nota. Una mujer producida no es tan actual, emana el pasado de la decisión o, si se quiere, una proyección: el adelantarse al efecto que pueda generar algo (y vamos con eso de que persona significa máscara). Quizás burdo, simplista y estúpido; pues no me importa, el ejemplo me sirve a mí para entender por qué Borges no me gusta. No tengo la soberbia para decir que lo que escribió es malo, tampoco el conocimiento. Pero si no me llega no es por su postura ideológica -eso quizás haga otro tanto, pero no coincido con el antiperonismo de Cortázar, tampoco, y sin embargo me ha vomitado con tantas verdades- si no porque no le encuentro la magia, no encuentro la manera de que sus palabras me toquen las fibras íntimas.
Sucede que la palabra de Borges no me parece presente, no siento que sea una aparición estranguladora. Me imagino al tipo sentado y disfrazando las palabras como aquella mujer que se disfraza para que le digan qué linda que está. Me lo imagino esperando que el lector diga me dejaste pasmado. Me gustan los escritores que escriben desde las entrañas, y no tanto desde el pensamiento.
La refutación es sencilla: pensamos en signos. Pero si el signo conlleva tres estadios, entonces debo decir que admiro a quien menos se aleja del primero, que es la sensación. Si Borges era un psiquiatra en un pabellón de subnormales como lo define Symns, entonces todavía no lo descubrí. Para mí fue un escritor máscara, que escribió hermosamente, pero lo hizo siendo más persona que otra cosa.