domingo, 27 de junio de 2010

Historia de perros.-

A Vico

Moe--El único honesto en esta vida ha sido un perro.
Curly--Sí, pero no sería un buen ejecutivo. ¿O crees que sí?


Hay cosas que se saben antes de que ocurran. No son premoniciones, porque uno cae en la cuenta de que sabía que eso sucedería sólo cuando sucede: son pálpitos in situ. Recién cuando ella me dijo que tenía algo que contarme supe que eso era lo que tenía para contarme. Temo que también supe que no le iría demasiado bien, pero no quise cortarle las alas. Ella es de mis amigas que no sólo saben volar, sino también actuar en pos del vuelo.

Le cuesta porque se atemoriza. Pero eso de ser consciente del temor la vuelve hermosamente humana.

Me contó que había encontrado un perro en la calle y que se lo había dado a su mamá para que se lo cuidara. Enseguida me acordé de Tanya, mi hermosa gata-guerrillera. Pero, admito, yo no la adopté por caridad. En cambio, mi amiga había actuado guiada por otro tipo de sentimiento, más cercano a la solidaridad. Ella ama a los perros, y me atrevo a decir que casi más que a los humanos.

Mi mamá es igual, y me reta cuando ve que los trato con cierto desdén. El otro día me llegó a decir que no sentir debilidad por los perros me hacía peor persona. Me duele, porque le creo. Lo que sí no le creo es que encuentre en eso el augurio de que no voy a tener hijos: no me hago cargo en absoluto de esa relación.

Cuando toqué el timbre me di cuenta de que la charla telefónica me había brindado un pronóstico desacertado: la situación superaba ampliamente a mi imaginación. O ella no me había brindado detalles excesivos o yo la había escuchado a medias. Santiago, el can, estaba en las últimas. Ahora lo tenía en su casa, luego de que su madre se lo devolviera cual paquete. Y su casa no es precisamente una casa, sino un departamento. De manera que el perro se encontraba encerrado en las cuatro paredes de una ínfima habitación.

La imagen era, sin embargo, la máxima expresión de fidelidad de la que tenga registro. Cuando Victoria bajó a abrirme, detrás de ella venía el muchacho negro, cabizbajo, entregándole sus pocas fuerzas en un agradecimiento por lo que había hecho por él. Se subía al ascensor luego de que ella subiera. Cuando ella bajó a buscar las empanadas de la cena también la acompañó. Ella lo besaba, lo abrazaba, lo zarandeaba más de lo que el cuerpo maltrecho del perro le permitía.

La vida del perro transcurría en cámara lenta. Sus movimientos eran sufrientes, su mirada triste. Aunque no chillaba. No podía dejar de mirarlo, porque pese a la tristeza que lo envolvía no perdía hermosura. Llevaba impregnado el halo mágico que todos los animales de la calle tienen.

--Lo encontré en Lomas, vomitando grasa y un cacho de plástico—dijo ella. Silencio.—La veterinaria me dijo que no se puede operar. Tiene un megaesófago… eso significa que la comida no le va al estómago. Se le queda ahí. Entonces, hace un proceso y vomita todo…

La escuchaba con toda la atención que merecía el caso. Parecía, de pronto, una científica. Se sabía todos los pormenores de la enfermedad del perro. Ella lo sujetaba fuerte mientras le incrustaba cucharadas de un líquido que desconozco, por el momento el único alimento que podía consumir el animal.

--Va a vivir unos dos años nada más…

De repente, silencio de hospital. La tristeza de la verbalización de la muerte. Eso que es tan inevitable y que a todos nos llega. Si no vivimos perturbados es por no saber cuándo ocurrirá.

--Le tengo que dar de comer a la mañana y a la noche. Siempre este líquido.

Su vida dominada por un animal, pensé. Mamá tiene razón: no quiero tener hijos. Ni que me lloren ni que me demanden ni a los que tenga que alimentar a la hora que se les ocurra. Victoria es, efectivamente, mucho mejor persona que yo. Darle un buen trozo de su vida a un animal sufriente y a punto de escalar al cielo.

La admiré demasiado, y repudié a los que lamentan los pesares de los otros sin hacer absolutamente nada. O demasiado poco. Y me incluyo.

Hoy Santiago dejó la casa de Victoria. No resistió. No se murió, pero por su gravedad Victoria lo trasladó a un lugar donde pudieran darle cuidados más intensivos que los que ella pudiera darle. Ella me dijo que se siente mal, que la situación se le fue de las manos. Que nunca debería haber agarrado a ese animal, que le trajo problemas en su casa, que obviamente no lo iba a poder cuidar.

Mi manera de calmarla fue decirle que la aparición de Santiago en su vida era rotundamente inevitable. Que si no fuera él, hubiera sido otro. Ella y su amor por los perros, lo vengo escuchando tan firme hace rato. Hay fuerzas internas que son demasiado potentes como para intentar frenarlas.

A la distancia, Victoria va a seguir bancando a Santiago con una parte de su sueldo. Eso significa que, en parte, seguirá siendo suyo. Santiago por lo menos podrá darse algún paseíto por el pasto. Este domingo debe haber disfrutado del poco sol que salió.

No te lo reproches, Vico: pequeños lujos para un perro callejero que finalmente conoció el amor y el agradecimiento.