viernes, 7 de mayo de 2010

Historia de amor callejera.-

El día anterior había visto a un pibe en una esquina. La típica: cruzábamos miradas, nos avergonzábamos y nos ocultábamos en el convencionalismo de que no hay que mirar, porque se sabe que nada pasará, porque somos extraños y porque estás esperando a tu novia. Bueno, la que llegó --estimo-- no era una novia, porque no se agarraron de la mano ni se besaron al verse, y porque además compartían uniforme de lugar de estudio. Por las dudas, aclaro, no era una escuela, sino un instituto de educación física cuya formación otorgaba al muchacho una espalda interesante, un cuerpo sólido parado allí en una esquina para mi puro deleite, en esa esquina en la que yo también esperaba a un amigo, con el cual luego compartiríamos no uniforme pero sí borcegos que esa tarde fuimos a comprar.
Me atrevo a decir que soy una mujer a quien no espantan los piropos. Las mujeres que dicen que odian los piropos me generan cierta desconfianza. Claramente, los hombres desconocidos que en una oración deslizan el verbo "chupar" no me hacen gracia, pero no considero a eso un piropo, aunque decir grosería me suena de vieja de Recoleta. De hecho, los piropos en la calle me divierten más que lo que pueda suceder en un bar, en una discoteca. Ese halo de lo inalcanzable que tiene la calle me gusta. ¿Quién no tuvo un amor de colectivo? Dolina hablaba de la gente que está esperando el subte que viene del lado contrario... Los amores de calle son mi peor frustración, porque no puedo hacer absolutamente nada frente a ese tipo de sentimientos bruscos, repentinos pero --no sé por qué-- en mi caso, inolvidables.
Recuerdo otro, sí, un pibe en un colectivo. Inmenso.
Pero la historia de amor callejera más copada que tuve en estos días fue otra. Iba caminando, como todos los días de mi vida, por mi cuadra. Tres pendejos iban adelante. Una cuadra adelante, incluso. Uno se da vuelta. Me mira. Cuando digo pendejos, es porque calculo que rondaban los diez y doce años. El que me mira le dice algo al de la otra punta. Me mira. En eso, veo que los tres se detienen. Uno se oculta detrás de una camioneta. Los otros dos se quedan parados, cerquita del cordón. Yo caminando, los alcanzo. Veo que se me acercan. Me frenan. Me quito el auricular del oído para escucharlos.
--Mi amigo dice si da para un trance...
El sol iluminando al pendejo que estaba escondidito detrás de la camioneta. Apenas se le veían unos cabellos que el viento movía. Yo esbocé una sonrisa. Ternura, sentí. Pero la palabra "trance" me hacía ruido. Apenas sabía que se seguía usando. De hecho, pensé, jamás me pidieron literalmente "un trance". Generalmente "trance" se troca por el más sutil y musical "beso". No sé por qué, en ese instante se me vinieron recuerdos de mis primeras épocas, mis primeros chicos, mis primeros besos (o trances). Los doce años, esa etapa en la que se va configurando el diccionario relacional de la vida. Majito. Pantalones blancos, rulos sueltos, plataformas. Qué lindo. Y la inocencia, porque a los doce años me acuerdo que mis compañeras transaban todas, y se subían arriba de mis compañeros, pero yo miraba. Y eso que estaba rotundamente enamorada de Juanma, desde los nueve. Y los dos estábamos enamorados. Él me lo dijo en la fila: "me gustás". Y yo me fui corriendo a lo de mi prima, un poco por la timidez del momento y porque todos lo estaban avivando, y otro poco por la ansiedad de contárselo a ella. Juanma, ¿qué será de su vida? Cuando tenía Facebook, me acuerdo, lo busqué. Pero no estaba. Era obvio: Juanma no iba a tener Facebook, era un tipo demasiado simple, austero, de la calle. Me gustaba eso, el contraste. Juanma era un vago de la calle, a sus 12 años. Tenía corte taza en una época, ojos verdes, gigantes, una sonrisa esplendorosa y blanca. Y yo me acuerdo que Juanma quería que fuéramos noviecitos o darme un beso, y me acuerdo que mi mamá o se enteró --porque era maestra en mi misma escuela-- o yo le conté --pequeña idiota-- y me dijo: "Está bien, pero no se van a andar dando besos". Ese beso con Juanma nunca llegó. Se lo expliqué en una carta que le di a un tercero para que se la diera, y que después pedí que por favor no se la diera. Al final no sé si la leyó. Y además, por esas casualidades de la vida, en la botellita nunca nos tocó besarnos. Y yo, además, era medio lela y huía despavorida cuando llegaba el momento de los "trances".
Después de mi sonrisa, la ternura y los recuerdos, temí herir el orgullo de aquél niño escondido detrás de la camioneta. Como si estuviéramos en una discoteca o como si yo misma tuviera apenas doce años o por la sola costumbre humana de liberarme de la culpa y echársela a un objeto externo, le contesté a sus amiguitos....
--Mmm, no puedo, che. Tengo novio.
Y seguí caminando, pero convencida y contenta de que hay amor o trances disponibles en la calle.