jueves, 18 de febrero de 2010

El viento-abrazo

* Óleo de Kate Kollwitz.

Hoy tengo la necesidad de fundirme con algo, y que esa fusión traspase la carne. No sé si antes me daba cuenta de lo bien que me hace, de lo feliz que me pone, sentarme al sol y que la luz me atraviese toda. O sentarme a la sombra, en un banco amarillo de plaza que está en mi casa desde que llegué aquí –las cosas que ya estaban aquí me parecen tan enigmáticas y curiosas, tal vez hasta estaban antes de mi nacimiento-, en un rincón donde el viento parece una persona más: me abraza, es cálido y omnipotente. A veces voy allí cuando necesito eso, un abrazo, y no quiero que nadie lo sepa. Eso sentí el otro día con viejas amigas: el abrazo que está en el aire, que es tan eterno que no cabe en un gesto de un instante. Mi viento es tan dulce como eso.
Tengo atisbos de soledad, todo el tiempo. Necesidad, o tal vez necesidad de demostrar que puedo ser tan feliz sola. Pero no. La naturaleza con sus misterios y la gente con sus misterios me interesan tanto que no quiero estar sola. No me sirve. Hay cosas que no puedo aprender si no es con los otros, con el viento o con un abrazo parecido a él. Sí.
Ayer un señor borracho que caminaba solo y viejo por las calles de la ciudad me pidió unas monedas para comprarse puchos. Me dije, qué sinceridad la suya, la de pedirme monedas para comprarse puchos. Lo cierto es que igualmente dudé sobre el destino de ese dinero, pero la verdad es que me dio tanta pena que le terminé dando un par de monedas chiquitas; lo único que se me ocurrió pensar en ese momento es en mí a las 2 de la madrugada sin un pucho. Qué feo. Por las dudas igual le di poco.
Salir del teatro me encanta, pero me produce una extraña sensación de culpa. Porque en el arte veo la vida, pero también veo la vida que no es, y empiezo a pensar cuántas vidas distintas hay. El último cuadro de la obra de ayer se completó con este hombre de ojos y pasos perdidos. Siento culpa por no hacer nada por los otros, y más fuerte la siento cuando me siento bien por darle una moneda a alguien.
El borracho enfiló hacia el kiosco y con mi amiga nos miramos, perplejas. Su presencia y su pronta ausencia cambiarno rotundamente el clima de nuestra charla. De pronto nos reíamos al escucharlo hablar solo. De pronto, sentíamos mucha tristeza. A mí este sentimiento me ganaba. Pobre tipo, pensaba. Me encanta adivinar cosas sobre la gente. Es mi juego favorito en el tren. Pero, ¿qué decir de este hombre? ¿qué historia tan traumática tendría? Sólo eso podía saberse: la presencia de una existencia traumática. Era un ser atemporal y podría ser el personaje de cualquier cuento.
Contento con su Marlboro de diez, el señor volvió a nuestra mesa para pedir un trago de cerveza y para dar prueba de que había usado el dinero para eso. Al trago no se lo quise dar. Le saqué la botella de la mano y le dije: “no tiene que tomar más, usted”. Así, sin medir las consecuencias. No quería sentir más culpa. Fomentar el vicio de los puchos, está bien. Pero no me iba a permitir formar parte de su catástrofe alcohólica. Con violencia, me arrancó la botella de la mano. Se sirvió lo último que quedaba, la dio vuelta y la clavó en el agujero que la mesa tenía en su centro. El líquido comenzó a mojarme los zapatos. Lo odié.
Pero antes de ese episodio me había dicho una frase muy linda. “Sos muy bonita. Yo tengo una hija así, como vos”. Sentí que me estaba abrazando. También sentí que yo lo abracé.

3 comentarios:

  1. Me gusta. Eso de los abrazos, es totaaaaaaaal! Rompí nuestro secreto. Después te explico

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  2. Me gustó mucho la manera en la que escribiste. Casi que podia escucharte, sentada en la plaza de temperley.

    Espero que ande todo bien, un beso! =)

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  3. me encanto tu texto, sos una gran escritora, ojala yo pudiese escribir asi

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