Hay días que empiezan de un color (las nubes). Qué rápido que te estás yendo, corré más. Yo, en tanto, me quedo mirando el cielo. Ese rojo que me creé, después de la película que vi. Afuera y adentro todo es intenso, y como que siento que tengo que decirlo. Aunque estoy quieta, siento que estoy corriendo... y ni me importa lo que voy tejiendo con este resonar difuso que hay en mi cabeza y que son palabras (como siempre).
Alguien se está peinando en un espejo. Alguien escucha música hasta meterse adentro de una canción. Alguien fuma un cigarrillo en un cenicero plagado de cenizas de sahumerio. Hay olor a sábado. Ya tomé mate al sol y jugué con los pájaros.
¿Por qué me influye tanto la ternura de los días?
"Escribir es intentar entender, es intentar reproducir lo irreproducible, es sentir hasta el último momento el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante." (CLARICE LISPECTOR)
sábado, 12 de diciembre de 2009
lunes, 5 de octubre de 2009
Veredicto.-

El fantasma es más peligroso
Cuando se viste de novedad.
Y en esa pared rebotaba la pelota
Y se reconvertía en otra cosa
Siempre peor,
Como todo lo que vuelve.
Vacío de su sentido original.
-¿Conocés arcoíris en blanco y negro?
Las horas que pasan son tan amargas
Y este vacío es tan repugnante…
-¿Puedo llamar palabras a esta pelota que va y vuelve?
Prefiero no decirte nada.
-¿Conocés la verdad?
Cuando se viste de novedad.
Y en esa pared rebotaba la pelota
Y se reconvertía en otra cosa
Siempre peor,
Como todo lo que vuelve.
Vacío de su sentido original.
-¿Conocés arcoíris en blanco y negro?
Las horas que pasan son tan amargas
Y este vacío es tan repugnante…
-¿Puedo llamar palabras a esta pelota que va y vuelve?
Prefiero no decirte nada.
-¿Conocés la verdad?
jueves, 1 de octubre de 2009
Sombras en carnaval.-

Caminaba por mis calles
y en esa pared naranja atardecer
bailaban las sombras
en pleno carnaval.
No hay dudas para el amor
y en esa pared naranja atardecer
bailaban las sombras
en pleno carnaval.
No hay dudas para el amor
no hay nada que no se embellezca en este instante.
Porque hay momentos cargados de verdad…
la espuma emerge de la infusión
cargada de vos.
Un destello de verdad veo en tus ojos,
En mi cielo.
Vuelta al barrio
para siempre, quizás.
Una vez viajé en tren y lloré
y esos caramelos
fueron la dulzura de un extraño
que quizás supo que no era necesario.
Cuánto hay detrás de las horas que pasan,
y cuántos más conservan
Porque hay momentos cargados de verdad…
la espuma emerge de la infusión
cargada de vos.
Un destello de verdad veo en tus ojos,
En mi cielo.
Vuelta al barrio
para siempre, quizás.
Una vez viajé en tren y lloré
y esos caramelos
fueron la dulzura de un extraño
que quizás supo que no era necesario.
Cuánto hay detrás de las horas que pasan,
y cuántos más conservan
la magia que vuela en el aire.
La distancia inquebrantable entre yo y esa pared
y vos,
y no perderla.
No perderla nunca más.
La distancia inquebrantable entre yo y esa pared
y vos,
y no perderla.
No perderla nunca más.
domingo, 27 de septiembre de 2009
Domingo sepia.-
Despierto de una noche en la que nada soñé,
es tan triste no reflejarse en aquellas figuras.
La brisa corre por la ventana
y se inmiscuye en la piel de nadie.
Es domingo, domingo otra vez.
Es domingo y todo se vuelve sepia.
Es domingo y en la calle se detienen las pisadas.
Es domingo y todo se cierra,
pero las heridas se abren como puertas del miedo.
Quedan muchos domingos por andar
y me siento un trompo estático de pronto
manejado por dedos extraños.
Qué lindo sería salir a caminar.
El sillón invadido por el cuerpo de un otro,
la cabeza refresca antiguas palabras,
las palabras viejas toman vida de pronto:
son silvestres, naturales en este domingo sepia.
El domingo: es que trae todo lo especial,
es que las sensaciones son corrientes de puro placer
o dolor.
Y el domingo, creo, se parece al ayer.
Sí, es el día más parecido al ayer.
Y me ciegan los fantasmas que nunca soñé,
abro la persiana y entran de pronto.
Los recuerdos espectrales de un amor viejo,
amistades que en un campo verde de domingo murieron.
Miro la ventana y llovizna.
Miro el domingo, llovizna.
¿Y qué sería del domingo sin llovizna?
¿Y qué sería de la llovizna sin algo de domingo?
viernes, 25 de septiembre de 2009
Cáscaras
La flor no estaba tan podrida en ese jarro
(el agua sí)
y de pronto en un bar el libro se abrió
y la historia comenzó de vuelta.
Como todo, como siempre
ver el espejo cambiar,
y sonreír y llorar de nuevo
aunque la canción sea la misma.
El bar vio pasar los años
(insisto con el paso del tiempo).
La quietud de la noche
aquietó los días.
Estática soledad,
sumergida en el mar más tranquilo.
Si es que las voces cambiaron,
la canción sigue siendo la misma.
Y de pronto
hay un mundo afuera.
Los pájaros vuelan.
El corazón, de repente, hipnótico.
Los ojos hablan más que nadie.
Y el vértigo:
incertidumbre moldeada a gusto.
La niña me miraba fijo en esa plaza
a la que nunca había ido pero igual
a la que nunca había ido pero igual
le gustaba. Sí, le gustaba.
Se hamacaba y salió volando
y se cayó y se río dulcemente.
Nadie fue a ayudarla, nadie.
Pero ya no estaba lastimada.
Nada que temer.
jueves, 10 de septiembre de 2009
La vidriera de las vanidades
Miro la vidriera de las vanidades
-¿A dónde me metiste?
Donde no quería estar.
Tu esplendor se apagó,
y estos prestidigitadores de la realidad
y de mí
y de vos
bailan un cínico valls en el medio de la sala.
Me subí al escenario
y me caí
(o me tiraron)
y a propósito lloraste
(o te reíste)
y el vaso se colmó.
Porque esta distancia está tan buena, amor.
Pero si pudieras clavar la mirada en tu interior
(no en tu exterior)
quizás serías un poco más feliz
(y yo)
Un cigarrillo no me vendría nada mal esta noche.
Noche oscura de caras largas,
de miradas turbias.
Cejas estresadas de tanto ascender,
bocas entreabiertas del asombro de no asombrarse,
uñas pintadas de todos los colores
(no pego, yo me las como).
Y estás ahí,
y estoy yo ahí
y la espuma inunda el suelo
y -como la magia es de cristal-
¿no te dije?: a veces se rompe.
-¿A dónde me metiste?
Donde no quería estar.
Tu esplendor se apagó,
y estos prestidigitadores de la realidad
y de mí
y de vos
bailan un cínico valls en el medio de la sala.
Me subí al escenario
y me caí
(o me tiraron)
y a propósito lloraste
(o te reíste)
y el vaso se colmó.
Porque esta distancia está tan buena, amor.
Pero si pudieras clavar la mirada en tu interior
(no en tu exterior)
quizás serías un poco más feliz
(y yo)
Un cigarrillo no me vendría nada mal esta noche.
Noche oscura de caras largas,
de miradas turbias.
Cejas estresadas de tanto ascender,
bocas entreabiertas del asombro de no asombrarse,
uñas pintadas de todos los colores
(no pego, yo me las como).
Y estás ahí,
y estoy yo ahí
y la espuma inunda el suelo
y -como la magia es de cristal-
¿no te dije?: a veces se rompe.
viernes, 24 de abril de 2009
Próxima parada
En la mitad exacta del cigarrillo el 549 se detuvo ante mí, casi instintivamente. La situación, que más me irrita por repetirse, genera en mí una maldita sensación alegre. Cuesta dejarlo ir, envejecido de pronto, pero cómo seducen esas causalidades, más cuando no hay tanta gente delante de uno en la fila y dos, cuatro, trece. Tal vez ligue asiento.
No será el premio mayor asiento único monopolizador de ventanilla, pero sentarse atrás tiene su magnificencia si uno tiene atisbos de optimismo. Tal vez, si hubiese agarrado el premio mayor asiento único monopolizador de ventanilla pero de adelante, una mujer a días de parir podría ascender al vehículo, con la monumentalidad de una panza que me dejaría imposibilitado de caer en la tentación de confundirla con alguien que ha incurrido en la torpeza de comer postres compulsivamente. O qué hay de un choque frontal. Algarabía la mía, por sentarme detrás.
Hay algo de entrañable en esa gente que cuando viaja parece meterse tan dentro (de) su-yo, como aquellos que se acuerdan tarde de bajar porque van leyendo plácidamente, o esos que permanecen mirando un punto fijo mientras repiten de manera autista un segmento de una canción en sus reproductores portátiles. O esos que simplemente miran a través de la ventanilla un paisaje que miran todos los días, pero que todos los días ofrece algo distinto, porque la gente no sale todos los días con la misma ropa, porque a lo mejor aparece algún pájaro nuevo en el cielo.
El señor de unas pocas canas que se sentó a mi lado era uno de esos que ignoraba los límites invisibles y exactos que se trazan entre los que compartimos viaje en las horas más tortuosas, pues posó parte de su sobretodo en mi falda, causando en mí tal sensación de hastío que era imposible partir de ese trasfondo para generar cualquier intento de complicidad, que este colectivo de mierda no llega más, que denle un asiento a la señorita por favor, que háganme el favor de mirar cómo estamos viajando.
Lo miré de pronto, como con una bronca acumulada en años, como dirigiéndole los peores improperios sólo con la mirada. Creo que comprendió el mensaje, porque enseguida lanzó un ruidoso suspiro y puso el sobretodo de manera vertical, de tal forma que la prenda comenzó a rozar el piso y a sufrir las consecuencias de las pisadas de los otros.
El señor de las pocas canas miró a la señorita de minifalda que estaba a mi derecha y rieron, con una atontada tensión, como escondiendo algo. Había algo raro, y todo aquello ya empezaba a incomodarme. Había algo más y con seguridad yo era fatal presa, quedaba descontada la posibilidad de formar parte de ese vaivén de miradas que esta vez no parecía decir qué colectivo de mierda, ni denle un asiento a la señorita, ni nada que se le parezca.
Yo no podía formar parte porque con el señor de canas jamás hubiésemos trabado una relación amistosa, y la señorita de minifalda era de esas que van tan asustadas como si siempre tuvieran miedo de que uno se sobrepasara. La seguidilla de miradas no cesaba y yo comenzaba a preocuparme, qué diablos tendré en la maleta, cuánta plata en la billetera. Llegué a la conclusión de que no llevaba nada valioso pero comencé a transpirar.
Comencé a transpirar porque esa es mi tendencia cuando me invade la incertidumbre, no era miedo sino ingenuidad, porque esta gente se traía algo entre manos y cómo podía ser que yo, teniéndolos a mi lado no pudiera comprender lo que tramaban, me sentía la antítesis del héroe; pensé que si a alguien le pasaba algo en este viaje otoñal del 549 la culpa iba a ser mía, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, aunque nada tuviera que ver con todo esto mi mentirosa fe cristiana.
Cuando uno no tiene miedo, sino ingenuidad sobre lo que está pasando alrededor, es muy normal que apele a un recurso que muy bien no le hace: recordar situaciones pasadas en las que uno fue o no protagonista y que tienen un punto de conexión con la situación actual en la que uno sí es protagonista. Creo que es ahí cuando la ingenuidad deja de ser tal para dar paso al miedo, porque es entonces cuando la situación actual comienza a tomar forma, a instalarse en una secuencia de acontecimientos que pueden estar ligados por la crudeza.
En el medio de la paranoia, recé hasta recuperar la calma porque acostumbro a rezar en circunstancias límites, y mi transpiración se fue con la fresca, de un saque. Esa fresca que fastidiaba al señor y a la señorita, porque de repente el señor del sobretodo negro se levantó, y con violencia, le cerró la ventanilla al viejo de adelante que iba mirando el paisaje de todos los días.
No será el premio mayor asiento único monopolizador de ventanilla, pero sentarse atrás tiene su magnificencia si uno tiene atisbos de optimismo. Tal vez, si hubiese agarrado el premio mayor asiento único monopolizador de ventanilla pero de adelante, una mujer a días de parir podría ascender al vehículo, con la monumentalidad de una panza que me dejaría imposibilitado de caer en la tentación de confundirla con alguien que ha incurrido en la torpeza de comer postres compulsivamente. O qué hay de un choque frontal. Algarabía la mía, por sentarme detrás.
Hay algo de entrañable en esa gente que cuando viaja parece meterse tan dentro (de) su-yo, como aquellos que se acuerdan tarde de bajar porque van leyendo plácidamente, o esos que permanecen mirando un punto fijo mientras repiten de manera autista un segmento de una canción en sus reproductores portátiles. O esos que simplemente miran a través de la ventanilla un paisaje que miran todos los días, pero que todos los días ofrece algo distinto, porque la gente no sale todos los días con la misma ropa, porque a lo mejor aparece algún pájaro nuevo en el cielo.
El señor de unas pocas canas que se sentó a mi lado era uno de esos que ignoraba los límites invisibles y exactos que se trazan entre los que compartimos viaje en las horas más tortuosas, pues posó parte de su sobretodo en mi falda, causando en mí tal sensación de hastío que era imposible partir de ese trasfondo para generar cualquier intento de complicidad, que este colectivo de mierda no llega más, que denle un asiento a la señorita por favor, que háganme el favor de mirar cómo estamos viajando.
Lo miré de pronto, como con una bronca acumulada en años, como dirigiéndole los peores improperios sólo con la mirada. Creo que comprendió el mensaje, porque enseguida lanzó un ruidoso suspiro y puso el sobretodo de manera vertical, de tal forma que la prenda comenzó a rozar el piso y a sufrir las consecuencias de las pisadas de los otros.
El señor de las pocas canas miró a la señorita de minifalda que estaba a mi derecha y rieron, con una atontada tensión, como escondiendo algo. Había algo raro, y todo aquello ya empezaba a incomodarme. Había algo más y con seguridad yo era fatal presa, quedaba descontada la posibilidad de formar parte de ese vaivén de miradas que esta vez no parecía decir qué colectivo de mierda, ni denle un asiento a la señorita, ni nada que se le parezca.
Yo no podía formar parte porque con el señor de canas jamás hubiésemos trabado una relación amistosa, y la señorita de minifalda era de esas que van tan asustadas como si siempre tuvieran miedo de que uno se sobrepasara. La seguidilla de miradas no cesaba y yo comenzaba a preocuparme, qué diablos tendré en la maleta, cuánta plata en la billetera. Llegué a la conclusión de que no llevaba nada valioso pero comencé a transpirar.
Comencé a transpirar porque esa es mi tendencia cuando me invade la incertidumbre, no era miedo sino ingenuidad, porque esta gente se traía algo entre manos y cómo podía ser que yo, teniéndolos a mi lado no pudiera comprender lo que tramaban, me sentía la antítesis del héroe; pensé que si a alguien le pasaba algo en este viaje otoñal del 549 la culpa iba a ser mía, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, aunque nada tuviera que ver con todo esto mi mentirosa fe cristiana.
Cuando uno no tiene miedo, sino ingenuidad sobre lo que está pasando alrededor, es muy normal que apele a un recurso que muy bien no le hace: recordar situaciones pasadas en las que uno fue o no protagonista y que tienen un punto de conexión con la situación actual en la que uno sí es protagonista. Creo que es ahí cuando la ingenuidad deja de ser tal para dar paso al miedo, porque es entonces cuando la situación actual comienza a tomar forma, a instalarse en una secuencia de acontecimientos que pueden estar ligados por la crudeza.
En el medio de la paranoia, recé hasta recuperar la calma porque acostumbro a rezar en circunstancias límites, y mi transpiración se fue con la fresca, de un saque. Esa fresca que fastidiaba al señor y a la señorita, porque de repente el señor del sobretodo negro se levantó, y con violencia, le cerró la ventanilla al viejo de adelante que iba mirando el paisaje de todos los días.
Plaf.
La señorita respiró.
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