"Escribir es intentar entender, es intentar reproducir lo irreproducible, es sentir hasta el último momento el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante." (CLARICE LISPECTOR)
sábado, 23 de enero de 2010
La mierda está en uno
* Fotografía de Marc Riboud.
Negro de mierda es una expresión que me da escozor. La aborrezco en tanto concepto, en tanto cadena sonora, por su perspectiva histórica, etcétera. Es una de esas expresiones que usan hasta los más morochos de piel con la excusa de que existe una negrura de almas. ¿Cómo es que un alma, lo más alejado de la materialidad, tiene un color?
De pequeña vivía en la torre de la calle Condarco. Los edificios de barrio tienen la particularidad de tener paredes inertes: de pronto, todo se mezcla. Nadie respeta los horarios para hacer ruido, las voces de los vecinos llegan a tu mesa, la gente vive en una fiesta constante. En este caso, la fiesta era un cumpleaños de niños, siempre todos juntos, corriendo por los pasillos, jugando al cuarto oscuro, haciendo comida con plantas. En ese edificio conocí el dolor y la complejidad de las relaciones humanas. Abajo, había un patio de juegos. Era el respiro al que acudíamos como animalitos encerrados, hasta que empezaban Los Simpsons y no quedaba nadie. Yo era de las más conflictivas. Nunca podía relacionarme del todo con los demás. Siempre me sentía herida, había una agresión que me golpeaba en lo más hondo de mi (¿negra?) alma.
Con una de las nenas nos odiábamos, me acuerdo. Tenía una hermana. La pasábamos discutiendo, veía en ella misma la cara del odio, su desprecio por mí era infinito, pero la cosa era mutua. Vestía ropa cara, tenía juguetes caros y una madre parecida a Moria Casán. Salvo esos defectos –porque para mí eran eso-, tenía la particularidad de ser más magnética. Había hecho muchos más amigos que yo. A veces parecíamos perros marcando territorio. Siempre ganaba. Salvo una vez que competimos por quién duraba más tiempo en la vertical pared, y triunfé. Sentí el odio materializado en cuatro piernas clavadas en una pared. Era claro, natural: el odio entre niños es tan despreciable como el odio entre adultos.
Nuestros padres conocían nuestro odio. En realidad, todos, y parecía que se encargaban de alimentarlo. Recuerdo episodios horrendos, como un día en que su madre me halló en la pieza de una vecina –cuya casa era el terreno de juegos- y comenzó a mascullar idioteces sobre mi persona: que yo era una mala nena, que tenía muchos problemas, y yo lloraba tirada en el piso, en una mueca de desesperación aberrante. Me dio mucho miedo, y aún no sé por qué. Sentía que el odio viajaba en semillas por el aire, y que se multiplicaba. Y al mismo tiempo, con lo niña que era, minimizaba el odio que sentía por mi vecinita. Creía extrañamente que era “cosa de niñas”. El poder de las palabras ajenas.
Otra vez, recuerdo, me había “amigado” con su hermanita menor. Habíamos hecho una suerte de pacto de amistad que no apuntaba a ser muy duradero, pero que tal vez nos permitiera pasar una tarde olvidando rencores para compartir lo único que teníamos en común más allá del odio, que era otra vecinita. Cuestión que nos fuimos al patio, y apareció su abuela. Una señora maléfica que porque se le cantó nos separó. Recuerdo claramente estar metida en el oscuro túnel –sí, teníamos un túnel con muchas salidas en aquél patio- y escuchar la voz de la vieja: “No, con Daniela no juegues. Porque Daniela es más mala que una peste”.Retomé aquella sensación del odio y sus semillas. Si los payasos son malos y esa era una fiesta de niños, entonces los payasos eran los adultos. La vieja era la voz de la autoridad, y porque creía que yo era “más mala que una peste” estaba frenando el poder de las emociones infantiles, que son tan ambiguas como las de los grandes, aunque a veces mucho más genuinas. Nunca más volvimos a jugar.
Un día alguien me dijo algo mitad orden, mitad consejo: “Respondele. Decile negra de mierda”. Lo miré, agaché la cabeza, y luego no hice más que esperar al próximo altercado para lanzar mi nueva arma. En el siguiente enfrentamiento, la empleé, sin saber lo que podía pasar, o más bien imaginando una serie de improperios que podía desconocer. Vomité un negra de mierda violentísimo en su propia cara, mirándola a sus ojos oscuros, casi negros y no de mierda. Esperé en un instante eterno su reacción. No la vi enojada. Leí su tristeza. Me vi en ese espejo que es la mirada del otro, y me puse muy mal. Ella se fue a su casa. Era la primera vez que se iba después de pelear.
Su partida fue el signo de que había hecho algo realmente malo. Su retirada del campo de batalla me dejó pasmada, mi propia flecha se volvió contra mí. Desde entonces, cada vez que escucho negro de mierda, me dan ganas de irme a la mismísima mierda. Porque siento que me lo dicen a mí.
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